Era doña María una joven viuda. Viuda de un capitán de Artillería que se murió dejándola con cuatro hijos, de los que solo uno era varón.
El espíritu de hermandad del cuerpo, y de caballerosidad del capitán Pedro Velarde, llevaba a este a visitar con frecuencia a doña María. Tanto como mandaba el lógico interés por las necesidades de la familia de un compañero. Pero tan solo lo justo como para no manchar la reputación de una joven y, por otra parte, atractiva viuda. Ese Madrid de principios del XIX era muy pequeño, y la calle donde vivía doña María, no estaba en el camino que cada día hacía el joven oficial, desde su casa, hasta la Junta Central de Artillería, pero solo eran unas pocas manzanas más.
Cada vez que el capitán Velarde recibía alguna gollería procedente de ultramar, privilegio que le proporcionaba trabajar en la Junta de Artillería, el capitán Velarde acudía esa misma tarde, a interesarse por la familia de su pobre compañero.
Por su parte, doña María, encontraba cada mañana motivo para asomarse al balcón, y ver pasar al capitán, camino de su destino.
Pero esta mañana doña María no había visto a Pedro. Quizás la gravedad que auguraba la jornada le había hecho buscar el camino más derecho. Quizás alguna indisposición le mantenía en cama. ¡Ojalá sea eso!, pensó. Y se santiguó por su mal deseo. Lo que sí veía era vecinos corriendo en la calle, y vecinas dándose recado las unas a las otras, de lo que se iban enterando de lo que estaba pasando.
– Hay motín –decía una-, m’an dicho.
– Sí, sí, en el Parque –apuntaba otra-, los militares, que sán sublevao.
María sabía que el odio que Velarde sentía hacia los franceses, no cesaría hasta que les viera volverse a su Francia. Y si era preciso, haría todo lo posible para que lo hicieran más pronto que tarde.
La desazón la come por dentro. María llama a la fiel criada de tantos años.
– Siempre dijiste que a mis hijos, como si fueran tuyos los quieres.
– Usted sabe que así es –contestó la criada con la desazón de quien se teme que la conversación no presagia feliz resultado.
– Y que siempre así los querrías.
– Siempre, señora, pero no entiendo…
– Bueno, bueno –zanja cortante-. Acércame la toquilla negra que tengo que salir.
– Pero señora, no debería…
– Tráela ya, que tengo prisa.
En una de las calles que conducían al Parque de Artillería de Monteleón, María Beano, viuda de un capitán de Artillería, fue herida de muerte por una bala que le atravesó el pecho. No llegó a ver a su capitán, y este murió sin saber que María había entregado su vida por correr a su lado.