Cuentan que ese vino familiar, casero, “sin química” le dicen, que llamamos vino de pitarra, se reforzaba con huesos de jamón, incluso con gatos muertos.
Lo que sí es cierto, es que durante su fermentación, el vino desprende una importante cantidad de dióxido de carbono, que es más pesado que el aire, desplazando a este. De modo, que es posible que en las mal ventiladas bodegas, algún gato o roedor curioso, cayera en el interior de la tinaja, donde se ahogaría y desaparecería, fruto de la fermentación.
Oí contar que en el interior de una tinaja, se encontró, un día cuando la limpiaban, el anillo de un marido que una noche de frio invierno al hogar no regresó. Quizás fue descubierto por quien no esperaba cuando regresaba de donde no debía.
Bien, pues abundando en el tema, existe una anécdota que ocurrió durante la invasión napoleónica. Con cierta frecuencia, algún paisano se veía en la necesidad, siempre por evitar males mayores, de ajusticiar por su mano a un franchute. Y por su propio bien y por el de los suyos, tenía que borrar toda prueba de su buena acción*. El caso es que según una leyenda rural cuenta, hubo casos en que luego de matarlos los sumergían dentro de las tinajas de vino, que la sed gabacha había mantenido intactas. Ciertamente, nadie osó levantar la tapa de semejantes tinajas en tanto hubo gabachos en nuestra tierra. Y cuando al cabo de seis años, la guerra terminó, el que podía recordar ya no vivía, y el que vivía se había olvidado con la alegría, el caso es que se agotó en celebraciones el contenido de las tinajas, hasta que se quitaron las ganas de seguir bebiendo cuando comenzaron a aparecer hebillas y botones.
Según parece, fue vino tan famoso el de esas cubas, por su calidad o por el regocijo de la ocasión, que con orgullo se le llamó “vino de francés”.
¿Quién dijo que no es bueno el vino para guardar secretos?
Según me contaron, años más tarde fueron los propios franceses, los que pusieron esta técnica en práctica, pero con soldados alemanes.